Rosa Luxemburgo y la insurrección de los espartaquistas
Osvaldo Calello
La revolución de noviembre de 1918 que derrumbó el imperio de Guillermo II, era para la Liga Espartaquista sólo un primer paso: reflejaba, antes que nada, la imposibilidad del viejo régimen imperial de sostenerse sobre sus pies luego de la derrota alemana en la primera guerra mundial. Sin embargo, dos meses después, Carlos Liebknecht, Rosa Luxemburgo y sus compañeros terminaron envueltos en una sangrienta lucha por el poder de trágico desenlace.
El domingo 5 de enero de 1919 una multitud de alrededor de 200.000 trabajadores ocupó el centro Berlín convocados por la izquierda alemana, para repudiar la destitución del prefecto de policía, afín al movimiento revolucionario, y para exigir el desarme de las tropas contrarrevolucionarias y el armamento al proletariado. El lunes 6 las masas se volvieron a manifestar con la misma intensidad y determinación. El gobierno socialdemócrata había perdido el control de la situación, las tropas del ejército regular se dispersaban en contacto con la agitación revolucionaria y las fuerzas especiales, organizadas sobre la marcha, aún no estaban listas para iniciar la represión. Berlín estaba al alcance de los insurrectos. El Comité Revolucionario, organismo convocante a la movilización, tenía preparada una proclama en la que se definía en nuevos términos el vuelco que había experimentado la crisis:
“El gobierno de Ebert-Scheidemann se ha vuelto intolerable. El comité revolucionario firmante, representante de los obreros y soldados revolucionarios (partido socialdemócrata independiente y partido comunista) proclama su derogación.Sin embargo la proclama no llegó a distribuirse, y el paso de una gigantesca manifestación de protesta a la toma del poder nunca se produjo.
“El comité revolucionario firmante asume provisionalmente las funciones gubernamentales”.
“¡Camaradas! ¡Trabajadores!
¡Cerrad filas alrededor de las decisiones del Comité revolucionario!
Firmado: Liebknecht, Lebedour, Scholze.
La manifestación del 5 de enero fue organizada como una gran concentración de protesta para frenar la ofensiva de gobierno socialdemócrata, encaminado a poner fin al período revolucionario y establecer el orden de la república burguesa. Un día antes la dirección del Partido Comunista (KPD), recién fundado por la Liga Espartaquista y las distintas fracciones integrantes de los “comunistas internacionalistas de Alemania”, habían discutido la situación y llegado a la conclusión de que debía evitarse toda consigna que llamase al derrocamiento del gobierno, pues en ese caso los trabajadores no podrían sostenerse en el poder por más de dos semanas. Rosa Luxemburgo estimaba que si bien la ocupación del poder en Berlín era posible, tal acto condenaría al aislamiento a los revolucionarios respecto al resto del país. Liebchknet también se inclinaba a pensar que los comunistas no estaban en condiciones de tomar por su cuenta tamaña iniciativa; sin embargo es posible que haya entendido que un gobierno encabezado por Ledebour del Partido Socialdemócrata Independiente, y apoyado por los delegados revolucionarios, podría correr mejor suerte. De todas formas esta alternativa no llegó a ser planteada en la dirección del KPD.
La decisión de la toma del poder fue adoptada por el Comité revolucionario en la noche del 5 de enero, tras haber llegado a la conclusión de que luego de la formidable demostración de masas que horas antes conmoviera la capital, y en presencia de un gobierno dispuesto a desmantelar las posiciones de la revolución, no era posible retroceder. Los delegados comunistas a ese comité (Liebknecht y Wilhelm Pieck) avanzaron en esa dirección al margen de la dirección del partido. Sin embargo Rosa Luxemburgo y el resto de los cuadros espartaquistas no los desautorizaron, y a pesar de estar en descuerdo y de tener plena conciencia de la gravedad de la decisión, se lanzaron de lleno al combate. El resultado fue la derrota, seguida de una brutal represión y asesinato de los principales jefes insurrectos, entre ellos Liebknech y Luxemburgo. El intento insurreccional no pasó de eso. Carentes de organización, sin un verdadero estado mayor revolucionario, librado a las acciones espontáneas de las masas, sin apoyo entre los marinos que iniciaron los levantamientos de noviembre y contando sólo con los reducidos destacamentos de los “soldados rojos”, el movimiento estaba condenado a la derrota. En julio de 1917, los bolcheviques en una situación similar, empeñaron todo su esfuerzo y su crédito en hacer retroceder a las masas, dispuestas a jugar su suerte a todo o nada, cuando aún no había llegado la hora de la insurrección. Pero para Liebknecht y Luxemburgo, a pesar de sus diferentes puntos de vista sobre la maduración de la crisis, esta alternativa estaba descartada. Tampoco los restantes integrantes de la dirección comunista estuvo en condiciones de adoptar otra actitud.
La conciencia trágica del espartaquismo
“Frente a la provocación violenta de los Ebert-Scheidemann los obreros revolucionarios estaban forzados a tomar las armas. Para la revolución era una cuestión de honor rechazar el ataque inmediatamente, con toda energía, si no se quería que la contra-revolución se envalentonase, si no se quería ver cuarteadas las filas del proletariado revolucionario y el crédito de la revolución alemana en el seno de la Internacional”, escribió Luxemburgo dos días antes de su detención y asesinato por las tropas del gobierno socialdemócrata. En ese mismo artículo, tras señalar que la dirección del movimiento insurreccional no había sabido cumplir con su papel, aseguró que “las masas han estado a la altura de su tarea. Han hecho de esta ´derrota´ un eslabón de la serie de derrotas históricas que constituyen el orgullo y la fuerza de socialismo internacional. Por eso la victoria florecerá sobre esta derrota”. Por su parte Liebchknet, en su último artículo afirmó: “Sí. Los obreros revolucionarios de Berlín han sido derrotados. La historia así lo ha querido. Las circunstancias no habían madurado lo suficiente, y, sin embargo, la lucha era inevitable”.
La convicción de que aún las derrotas constituían acontecimientos históricamente necesarios en el camino de las masas, impulsó a los espartaquistas hasta el final cualquiera fueran sus consecuencias, y cuando todo estuvo perdido, a quedarse junto a los trabajadores vencidos y correr su misma suerte. Esa convicción procedía de una concepción de fondo que veía en la historia, con sus marchas y contramarchas, una suerte de encadenamiento ineluctable de grandes acontecimientos en avance hacia la liberación de la humanidad de todas las formas de explotación y desigualdad. Esa convicción asignaba, asimismo, al instinto de clase, un lugar privilegiado en el proceso de formación de la conciencia revolucionaria.
Los espartaquistas afirmaron sus posiciones, primero en el Partido Socialdemócrata y luego en el Partido Socialdemócrata Independiente, en oposición a un aparato altamente centralizado que dominaba y controlaba todos los aspecto de la vida partidaria. Sometieron a esa organización burocrática a la más feroz de las críticas, y fijaron en la espontaneidad de las masas el principio capital de la revolución. En 1906 Rosa Luxemburgo señaló que “seis meses de período revolucionario aportarán a las masas, actualmente desorganizadas, la educación que no han podido proporcionar diez años de reuniones parlamentarias”. En ese mismo trabajo anticipó que serían los sectores más atrasados, carentes de organización los que “de manera natural constituirán, durante la lucha, el elemento más radical, el más temible y no el remolque”. A diferencia de Lenin que veía en la espontaneidad la reproducción de las relaciones fundamentales de la sociedad burguesa y, por lo tanto, establecía en la diferenciación entre vanguardia y masa el principio central de la organización revolucionaria, Luxemburgo asignaba al componente espontáneo un papel fundamental. Desde su punto de vista la distinción entre sujeto político y sujeto teórico de la revolución, entre vanguardia y clase, no tenía el mismo significado que le asignaba Lenin, y así podía definir a la socialdemocracia como el movimiento de la clase obrera, y en otras ocasiones como la vanguardia de ese movimiento.
¿Qué concepción teórica subyacía debajo de esta suerte de indiferenciación? En La Acumulación del Capital, Luxemburgo formuló los lineamientos generales de la crisis capitalista, afirmando la imposibilidad de realizar la reproducción ampliada, en los límites de modo de producción correspondiente. La presencia, históricamente transitoria, de una periferia precapitalista era, según su interpretación, lo que compensaba las desproporciones inherentes al patrón de acumulación. Pero, precisamente, ese carácter históricamente transitorio, fijaba la crisis capitalista como horizonte de la lucha política. En consecuencia, es posible sostener que en Luxemburgo la idea de partido derivaba de la idea de la crisis. En la perspectiva luxemburguista, a medida que el desenvolvimiento del capitalismo polarizaba la estructura de clases y la formación social se identificaba cada vez más con el modo de producción, el proletariado espontáneamente tendía a la revolución. Este proceso llevaba a la desintegración de las capas intermedias y las empujaba al campo obrero, a la vez que obraba sobre la conciencia de los trabajadores, impulsándolos a asumir su papel de clase revolucionaria.
En base a estas ideas se organizó primero la Liga Espartaquista y luego el Partido Comunista. La estructura de este último reflejaba claramente la decisión de privilegiar el momento de la acción de masas por sobre el de la organización. De forma tal, el congreso fundacional de fines de diciembre de 1918 y comienzos de enero de 1919 otorgó amplia autonomía a las secciones locales, circunscribió la dirección nacional al papel de generalizar las experiencia y elaborar la línea teórica y política y, finalmente, dispuso que la prensa y la propaganda no estarían centralizadas. A partir de la primavera de 1917 el espartaquismo creció ininterrumpidamente, mientras simultáneamente se radicalizaba el movimiento de masas y aumentaba la desocupación. Una cantidad importante de los nuevos militantes que nutrieron sus filas eran jóvenes sin trabajo, una masa explosiva, difícil de organizar, dispuesta a la acción directa a la menor oportunidad. Eran quienes aplaudían cada intervención de Luxemburgo y Liebknecht en el congreso fundacional, pero que los dejaron en minoría cuando éstos plantearon la necesidad de intervenir en la Asamblea Constituyente.
Los acontecimientos de la “semana sangrienta” arrastraron a los espartaquistas a un enfrentamiento desigual. El ala radicalizada del movimiento de masas, sin organización y sin una dirección efectiva, chocó con el aparato de un Estado que aún estaba en pie, y era centralizado por la burguesía a través de un partido socialdemócrata que, a pesar de todo, conservaba arraigo en capas enteras de la clase obrera. El resultado fue la derrota de la revolución.
Rosa Luxemburgo fue detenida y asesinada el 15 de enero de 1919 y su cadáver arrojado a las aguas del canal apareció meses después. Uno o dos días antes de su muerte escribió: “La ausencia de dirección, la inexistencia de un centro encargado de organizar a la clase berlinesa deben terminar. Si la causa de la revolución debe progresar, si la victoria del proletariado y el socialismo deben ser algo más que un sueño, los obreros revolucionarios deben construir organismos dirigentes para conducir y utilizar la energía combativa de las masas”.
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